Trabajar en la universidad implica acostarte con demasiados autores de los que no recuerdas siquiera el nombre, la filiación o el color de los ojos. Gente que pasa por tu cama y a la que robas una cita para engordar la bibliografía de tus artículos. Algunos aparecen con el tiempo en modo «amor de juventud» y te lamentas por el tiempo perdido y los paseos desperdiciados.

Hannah ArendtMi amor de este verano ha sido Hannah Arendt y sus cigarros, su concepto de pluralismo y su crítica ácida a la democracia representativa.

Estos días, cuando se nos llenan las bocas y los ojos con la huida de los refugiados por Europa cobra sentido su idea del «derecho a tener derechos». Los argumentos para ayudar a los excluidos no deberían de justicarse con un: «son seres humanos» o «hace unos años éramos nosotros los que escapábamos de una guerra por los Pirineos».

El «derecho a tener derechos» implica la artificialidad de la política. O lo que es lo mismo. La ayuda no debe basarse en la cercanía o la identificación con los refugiados si no pensando en la comunidad política de acogida. Una arquitectura institucional (construida) que debiera reconocer este derecho con independencia de la pena que nos den, el sexo o el país de procedencia y que implica la toma de decisiones políticas por parte de los gestores de estas comunidades.

Aunque eso, en una Europa famélica, es casi una utopía.

*La foto de portada es de El Huffington Post